24/2/11

Mitología de Nueva York (2010)

El lector asiduo de manga intuirá de inmediato cómo navegar por las primeras páginas de Mitología de Nueva York (2010). Una vez aceptadas las reglas de juego propuestas por Dan Rogers (el narrador en primera persona), el lector quedará despojado de sus narratologías aprendidas para internarse en una metaficción que precisa de una lectura cómplice. La novela transcurre por dos planos narrativos alternantes, el de Dan Rogers de estilo coloquial y directo, y el de Benedict Abbott, narrador en tercera persona cuyo relato (en negritas) se asemeja a la voz en off del film noir. A diferencia de la estrategia utilizada en el remake de Stranger than Fiction (2006) el protagonista de Mitología no es un ente de ficción pasivo puesto que desde el inicio reescribe la versión presentada por Abbot, haciendo de esta novela un palimpsesto de narrativas superpuestas. Al igual que los “contempladores del agua”, Dan es plenamente consciente de que no puede acceder a los mundos paralelos donde habitan Abbott (su creador) y Laura (su objeto del deseo y lectora ideal de un libro también titulado Mitología de Nueva York). Dan se tiene que conformar con una visión parcial de esos mundos a través de espejismos y puntos de encuentro intangibles. Dan Rogers me recuerda mucho a esos personajes borgesianos, siempre condenados a transitar por caminos que se bifurcan, siempre queriendo ser otro para terminar descubriéndose a sí mismo.

El trasfondo detectivesco de esta nivola negra consiste en anticipar la próxima jugada de “Los Hijos del Azar”, una organización criminal que salda cuentas de juego montando escenas célebres (como El grito de Munch, La Victoria de Samotracia y El beso de Rodin) con los ajusticiados. El informante Dan Rogers cuenta con la ayuda de personajes pivotes como Barry (el ascensorista de la Calle 176), Wanda (la mnemonista de Wards Island) y Elías (un niño judío de Williamsburg), todos de una textura tan terrenal y sin embargo etérea que sobresalen en este catálogo de superhéroes.

No faltará algún crítico de este lado del charco que catalogue a esta obra como “novela de turista” tal como lo hiciera con Paraíso Travel (2002) de Jorge Franco. La escritora madrileña no pretende recrear un testimonio de la ciudad como tal sino que diseña una Ciudad Ficción sobre el imperio de la palabra, demarcada por referentes culturales que evocan tanto a elementos de la alta cultura (artes plásticas, escritura, música de cámara) como de la cultura popular (películas, cómics, música pop). El jazz es uno de esos elementos neutrales que resiste clasificación alguna y sirve de comodín para transitar entre esos mundos superpuestos. Tampoco faltará algún tiquismiquis que advierta que una calle no coincide con otra. La Ciudad Ficción de la novela, ya gótica ya arácnida, está configurada sobre espacios que insinúan lugares de la ciudad real y está poblada de motivos sacados de nuestro arsenal mitológico para dar cohesión a este pastiche multidimensional y multimedia.

Los que vivimos en Nueva York, los que sufrimos la ciudad desde dentro, entendemos que Montfort no reproduce la ciudad como personaje sino sus quejidos, sus lamentos, el chirrido insoportable del metro, el crujir de los huesos de los pájaros que parecen ángeles caídos, el último aullido del hombre que cuelga de la ventana de un rascacielos. Montfort nos invita a contemplar la ciudad “desde el mirador de sus ojos” al igual que Dan visualiza la ciudad a través de la lectura de Laura. La escritora nos advierte que tal vez “somos los neoyorquinos los que, a base de masticar celuloide, la hemos convertido en una película verdadera, la ciudad mitológica donde desearíamos vivir”. El artefacto titulado Mitología de Nueva York, al igual que la perinola de la película Inception (2010), nos mantiene anclados a esa misma realidad de la que empezamos a dudar.