18/11/09

Pescador mexicano en Montauk

Nunca imaginó aquel pescador
que terminaría vadeando a la proa de la isla
que lo odia, lo destroza, lo degrada,
lo embarra de grasa, de hierba y de yeso.

Le da una puñalada por la espalda, lo tumba
de su bicicleta y lo desmiembra. Lo acoge y
lo abandona, le paga off-the-books y le pega
off-the-record. Le da una palmadita en una
mejilla y le deja una cicatriz en la otra.

(Entiendo que cada bandera tiene su enemigo,
este pescador no es nuestro enemigo).

Parece que el anzuelo se ha quedado enganchado
al hocico del monstruo insular, medio perro,
medio gárgola, epítome del miedo y la ignorancia.

En su vadeador impermeable, parece estar tirando
de esa misma isla que lleva a cuestas.
La isla es un montículo de bloques superpuestos,
de contornos difusos y siluetas prefabricadas.

Sólo los privilegiados que saltamos esa valla
pudimos ver al pescador a orillas del faro,
junto a la atalaya tumbada del antiguo imperio.

No quisimos perturbarlo y nos quedamos sentados
frente al chapoteo de un tronco, satélite
del hombre que aún no sabe si va o viene.